La arrogancia se puede camuflar bajo la pureza de la fe, cuando proviene de la ignorancia. Posee un hedor característico, poderoso, como todo aquello que siembra semillas del pecado.
Elena se sentaba frente a mi puerta a esperar, a llorar, a mirar fijamente el sol a ver si quedaba ciega. Esto durante cada día durante al menos cinco años de mi borrosa vida. En este tiempo, mis acciones en respuesta a ella se resumían en dejarle un ramo de narcisos al pie de la escalinata que conducía a la reja de mi hogar, guardando la esperanza de que este mínimo gesto bastara para que volviese al otro día. El tiempo fluía indómito y nuestra relación de carácter fantástico no parecía tener indicios de cambio, dirán que por mi desdén y desidia, mas soy un convencido de que su dramatizmo era una muestra de soberbia que me intimidaba, digo, hay que tener cojones para plantar un número así, extenderlo por tantas lunas y no tener reparos en olvidar todo lo demás que se encontrase fuera de mi patio delantero. Sí, me intimidaba, y confieso que al final del día no la veía como persona, la pensaba más bien como una especie de ángel deshumanizado, que decidía mostrarse arrogante frente al mundo, mas vulnerable frente a mí y montarme ese delicioso acto teatral con el único propósito de acercarse un poco más a mi sórdida presencia o quién sabe, quizás soy yo el que peca de soberbia y su objetivo siempre fue hartarse con las flores, pues el último día de esos casi cinco años, no hubieron narcisos al pie de la escalera y nunca más la volví a ver.